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19 Jun 2017
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ARTÍCULO DE OPINIÓN – El imaginario mediático de la pobreza y el problema de la estigmatización, por Oscar Romano

Por Oscar Romano

Oscar Romano es Licenciado en Periodismo, Maestrando en Ciencias Sociales y Humanidades, y profesor de las materias Análisis del Discurso y Semiótica en la Universidad de San Isidro: romano@usi.edu.ar

 

La posmodernidad, ese concepto surgido a partir de la supuesta derrota cultural y social de la modernidad, ocupa diversos espacios en la vida cotidiana. Las diferentes voces y microrrelatos que se ven especialmente en las redes sociales son un ejemplo con el que se convive diariamente. Sin embargo, en determinados escenarios, especialmente en aquellos construidos por los medios de comunicación, el microrrelato desaparece para profundizar un imaginario que lejos está de generar otra percepción acerca de determinados hechos sociales.

En 1998 se estrenaba la película “Pizza, birra y faso”, de Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, quienes mostraban la vida cotidiana de dos delincuentes en una Buenos Aires sumida en plena crisis social y económica. Cual neorrealismo italiano alla argentina, la historia de los dos muchachos era una excusa para mostrar el grado de marginalidad y pobreza desde la mirada de los protagonistas, es decir, posicionados como víctimas de aquella situación.

Algo diferente ocurre en los medios de comunicación, donde prevalece la construcción de un único relato estigmatizante de la pobreza y su directa relación con la delincuencia. Es común observar una escena televisiva en horario prime time, cuando el conductor de un programa periodístico pregunta a sus panelistas sobre “el flagelo de la inseguridad en nuestra sociedad”.

A partir de ese instante, los diversos participantes del show mediático intercambian pensamientos estructurados dentro de un imaginario totalizante que pocas veces trasciende el análisis lejano a frases hechas y lugares comunes. La pobreza –o el pobre-, asume un papel activo como depósito de los grandes males de la sociedad. Se transforma en “el otro” como un problema a resolver, es decir, se lo posiciona como figura negativa, enmarcado dentro de un imaginario mediático.

Las marcas que deja el paso del otro en los medios de comunicación son reconocidas por los espectadores/oyentes/lectores: delincuencia, drogas, inseguridad, sin solución, descontrol, linchamiento, cárcel, punitivismo y, en este último tiempo, baja de edad de imputabilidad. Son etiquetas que se establecen y que rara vez desaparecen.

Para la investigadora mexicana María Cristina Bayón, “la culpabilización y criminalización de la pobreza ha ido a la par de procesos de densificación espacial de las desventajas en ciertas áreas de las ciudades y de una fuerte estigmatización de las periferias más desfavorecidas y sus residentes”. Las denominadas zonas peligrosas generalmente tienen que ver con aquellos barrios o localidades relacionados con la marginalidad-pobreza.

Pero esto no solo se ve en los medios de comunicación: Waze, la aplicación de tráfico para llegar más rápido a destinos, también avisa a sus usuarios sobre aquellas zonas que son consideradas riesgosas para el conductor. Es decir, hasta en esta app existe la estigmatización de espacios relacionados con la marginalidad.

Bayón también destaca que “la pobreza remite a la indigencia, al abandono y al aislamiento, a carencias absolutas y extremas (de alimento, vestido, calzado, vivienda, etcétera), lo que permite, a quienes padecen múltiples privaciones, distanciarse del pobre, ubicarlo en un estatus más bajo que el propio; el pobre es el otro, vive en otro lugar (otra colonia, otra calle, la parte alta o la parte baja del municipio; en suma, carece de lo que yo tengo”.

“Hablemos de inseguridad, de delincuencia, del consumidor de paco, del pobre, del otro”. Las escenas televisivas se repiten. También las etiquetas. Los panelistas apelan a su artillería mediática para condenar, para señalar, para acusar. Le hablan a la cámara, al conductor y a los otros participantes. El mensaje se instala. El estereotipo se instala. Se repite en cada hogar, en cada espacio cotidiano. Y, así, queda legitimada la estigmatización.

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